He publicado este artículo en CTXT, como parte del colectivo La Paradoja de Kaldor; en él planteo la necesidad de debatir un programa económico feminista que oriente el cambio de enfoque de las políticas públicas hacia la igualdad de género. ¡Plan para la justicia de género ya!
Diez años ya y el resultado más contrastado es el empobrecimiento de una gran parte de la población y el mayor músculo que ha agarrado el capitalismo con el nuevo (des)orden neoliberal impuesto.
Aún tenemos anotado, en la lista de tareas pendientes, gran parte del contenido del nuevo ideario, feminista y progresista, empezando por aquello de construir una economía que responda a las necesidades de las personas, dando sentido a la justicia redistributiva social, de género y ecológica. Por más que la lógica de la sostenibilidad de la vida se haya ido incorporando en algunos discursos sigue alejada del corazón de la agenda política, económica y energética. Las causas hay que buscarlas en el rearme capitalista y el embrutecimiento de la reacción patriarcal; debido a esta última también ha emergido con fuerza una versión vintage del imaginario simbólico de la naturalización de lo reproductivo como una responsabilidad femenina junto al mito de separación de las esferas de producción y reproducción.
Íbamos a cambiarlo todo, sin embargo, la beligerancia neoliberal ha encontrado vías de expansión los negocios transnacionales. De todos los que han proliferado, hay tres que considero especialmente preocupantes. En primer lugar, la arquitectura de la impunidad creada por la globalización financiera, y muy especialmente los servicios de arbitraje previstos en los tratados neoliberales de inversión (TTIP, TISA, CETA); en base a éstos, se han asegurado la prevalencia del interés oligopolista y corporativo capitalista sobre el interés general, público y común de sostenibilidad de la vida. En segundo lugar, la militarización creciente y el refuerzo de los mecanismos de represión de las libertades civiles, alentados en un contexto de geopolítica económica basada en la masculinidad hegemónica patriarcal. Y, en tercer lugar, la expansión de la mercantilización de capacidades, tiempos y recursos naturales. Con capacidades me refiero a la capacidad humana de producción (vía trabajo asalariado, atomizado y precarizado), reproducción (desde eufemismos como el alquiler de úteros y la donación de óvulos, a la compra de novias o esposas) y la de satisfacer los deseos de otras personas (con un amplio catálogo de casuísticas entre las que se incluyen el matrimonio infantil, la gestación subrogada y la prostitución). Esta tercera se vale de las contrageografías de la globalización, de las que habla Saskia Sassen, conformada por los mecanismos institucionales, flujos transfronterizos y mercados globales que se ponen a disposición para otra finalidad diferente a la que impulsó su creación; en este caso, para el gran negocio global de la mercantilización de personas. Sin ánimo de diferenciar ni entrar a debatir cuánto de dichos flujos provienen de las redes de trata o de tráfico, lo que me interesa es destacar, en primer término lo que constituye el objeto de mercadeo en sí mismo: la compra-venta de personas, de seres humanos, ya sea como un todo o al despiece. Algo huele a podrido en todo esto, por mucho que se pretenda esconder el hedor tras la falacia de la ‘libre elección’ y el refuerzo de la ideología individualista; probablemente sea uno de los mayores triunfos neoliberales, porque le va estupendamente al boyante desarrollo de la industria de explotación sexual y laboral. Se llama deshumanización, y es el proceso por el cual dejan de percibirnos como personas para percibirnos como cosas, mercancias, productos sustituibles o complementarios en el intercambio económico.
Todo lo anterior está ahí, conformando parte del nuevo esquema global que llega como un eco lejano a nuestra realidad cotidiana, afectada por la expropiación gradual del sistema de protección social y los derechos económicos.
La imagen que ilustra la distribución de renta no da margen a la confusión. Según los datos de Oxfam, el 1% más rico de la población acumula el 82% de la riqueza generada en 2017. En el Estado Español, el 10% de las personas más ricas aglutinan más riqueza que el 90% restante.
Si algo caracteriza a las políticas austericidas de esta década es su falta de empatía social; de ella adolecen tanto las reformas laborales, como la reforma del sistema público de pensiones, los recortes en servicios sociales, educación y sanidad, la menor cobertura de prestaciones por desempleo, el desinterés ante su persistencia, el abandono de la atención a la dependencia, la falta de una estrategia de corresponsabilidad, la desigualdad de los permisos por nacimiento y el re-esencialismo de la maternidad son piezas de la trampa patriarcal de privatización de los cuidados.
Y todo ello acompañado de la regresión fiscal practicada. El resultado no se ha hecho esperar: hemos tenido que ir aprendiendo a gestionar la desigualdad, a convivir con una mayor precariedad de las condiciones de vida y a activar estrategias y circuitos alternativos de supervivencia.
La precariedad laboral, monetaria y de tiempos se ha instalado en nuestra cotidianidad y lo ha hecho fuertemente atravesada por la desigualdad de género. En este contexto, el sostén realizado desde la esfera invisibilizada de la economía ha sido crucial. Tres millones trescientas mil mujeres constan oficialmente como ‘inactivas’ por estar dedicadas exclusivamente al trabajo de cuidados, no remunerado y en similar situación se encuentran trescientos cuarenta mil hombres. De entre quienes tienen un empleo, las mujeres dedican en promedio tres horas más cada día, de manera no remunerada, al cuidado del bienestar personal y de las relaciones en los entornos familiares y comunitarios, respecto al tiempo que dedican los hombres. La brecha en los cuidados, en sí misma, representa una distorsión económica y social que deberíamos resolver, ya que es determinante también de la persistencia de otras brechas de género. Siete de cada diez personas que trabajan a tiempo parcial son mujeres y también lo son ocho de cada diez de entre quienes perciben los salarios más bajos. Si pensamos en estructuras familiares, basta destacar que son ellas quienes sostienen económicamente el 90% de las familias en las que solo hay una persona adulta con menores a su cuidado y cuatro de cada diez de las familias monomarentales están en situación de riesgo de pobreza, afectadas por el suelo pegajoso, no sólo por su situación monetaria, sino también por factores como el empleo, la vivienda, la salud o la carencia de redes de apoyo.
La feminización de la subsistencia tiene nombres e historias de vida concretas. A muchas de ellas las reconocemos por su resistencia activa y su lucha colectiva por la dignidad de las condiciones de trabajo; son las temporeras de la fresa, las aparadoras del calzado, las Kellys, las empleadas del hogar, las cuidadoras de las residencias y centros de día, las pensionistas. Son todas ellas y somos nosotras, nuestras hermanas, madres, abuelas o vecinas.
Hay que salir de este bucle y sin demora. Los relatos sobre las experiencias emancipadoras y prácticas de resistencia feminista colectivas son un germen para la transformación. Sin embargo, más allá del sumatorio de experiencias individuales, hace falta una apuesta colectiva decidida por la justicia redistributiva y la transformación social. Es tiempo de debatir y consensuar un plan de medidas urgentes para la justicia de género que, cual programa económico feminista, sirva de agenda común que oriente el cambio de enfoque de las políticas públicas.
Tenemos que asumir la responsabilidad compartida por la persistencia actual del sistema patriarcal, que no se sostiene de manera etérea; desde ese reconocimiento, y sin demora, conviene empezar ya a cambiar el imaginario simbólico que influye en las decisiones que afectan a nuestras vidas. Dos cuestiones básicas para iniciar este cambio serían, por una parte, un nuevo orden de prioridades sobre derechos fundamentales, otorgando máxima relevancia al derecho de toda persona a tener una vida plena, en equidad de género y libre de violencias. Y, por otra parte, la articulación de un pacto constituyente del paradigma feminista, por el que renovemos el contrato social identificándonos como seres interdependientes y ecodependientes y con ámbitos de autonomía relacional, en vez de hacerlo desde la ficción patriarcal de un homo económicus individualista, independiente y falto de empatía social. En base a este pacto, las personas y la naturaleza serímos fines en sí mismas y no meros instrumentos o mercancías intercambiables. Se trata de una apuesta clara por la dignidad humana y la eliminación de los procesos de deshumanización que sustenta los mecanismos actuales de explotación laboral y sexual.
Lo siguiente a resolver es qué medidas vamos a considerar para elaborar el programa económico feminista y, derivado de ello, cómo vamos a trasladar a las experiencias e iniciativas de la cotidianidad las expectativas y construcción sociopolítica de otro modelo de sociedad.
Al menos tres ejes deberían dar contenido a dicho programa, en el que cabría otorgar un especial protagonismo a las políticas género-transformativas, con capacidad de subvertir el orden de género y diluir la división sexual del trabajo.
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