Sostengo que cualquier proyecto de emancipación política que pretenda ofrecer alternativas para la democracia económica y social, fuera de la colonización depredadora capitalista, debería plantearse como reto el de despatriarcalizar la sociedad para la plena soberanía de las mujeres, de los hombres y de las comunidades en las que discurren sus vidas.
Habrá quien piense que ‘con la que está cayendo’ esto es una ‘meada fuera del tiesto’ de algunas feministas, que ya estamos con el cuento de siempre, dispersando al movimiento social y polìtico de lo realmente importante: la revolución anti-imperialista. Siempre que oigo este tipo de comentarios hago la misma pregunta: ¿cuándo sería pues el momento oportuno para hacerlo? Es más, ¿cuál es el horizonte que guía el cambio social?
Es evidente que el malestar creciente de la ciudanía está propiciando el debate sobre la caducidad de este sistema capitalista, y que esta situación está posibilitando un bulle-bulle de iniciativas y alternativas para la transformación social-económica-política fuera del actual sistema. Florecen propuestas de autodeterminación de los pueblos, proyectos soberanistas e independentistas que se fortalecen mientras crece la participación ciudadana.
Bienvenido sea este despertar colectivo y el empoderamiento ciudadano que lo propicia.
Efectivamente, el discurso anticapitalista cuaja cada vez más e incluso ha empezado a introducir también la etiqueta ‘antipatriarcal’, algo bastante coherente, en mi opinión. ¿Podrían llegar a definir como ‘ilusionante’ un relato político que no contemple la equivalencia humana como principio ético? ¿Darían credibilidad a un proceso de transformación social que no se cuestione los mecanismos de exclusión estructural? ¿Cómo justificar un proceso constituyente que mantenga el sistema de opresión social? ¿Es la justicia social el resultado deseado para una nueva organización socio politica y económica? ¿Puede existir justicia social sin justicia de género? Este es, en mi opinión, el meollo del asunto.
Es tiempo de construir una nueva realidad, en la que la identidad de las mujeres como sujetos políticos y económicos no esté cuestionada ni tutelada. Y es tiempo ya de asumir que el derecho a decidir de un pueblo o comunidad como sujeto colectivo solo se puede construir desde el derecho a decidir de las personas, de cada una de ellas; y esto necesariamente ha de incluir el derecho a decidir de las mujeres, sobre sus vidas y sobre sus cuerpos. Difícilmente podremos constuir esta nueva realidad si no asumimos conscientemente la necesidad de despatriarcalizar la sociedad y de acabar con los ‘paternalismos’ rancios.
Y esto, ¿que significa?
En primer lugar, significa poner en evidencia la existencia de un pacto sexual que ha garantizado el ‘monopolio masculino del poder’ sobre el cuerpo de las mujeres y su no consideración como sujetos políticos de pleno derecho. El ejemplo más significativo de esto es la negación a las mujeres de sus derechos sexuales y reproductivos y más específicamente del derecho a decidir sobre la interrupción voluntaria de un embarazo. La negación del derecho al aborto es un mecanismo de control patriarcal que presupone la incapacidad jurídica de las mujeres para decidir sobre sus vidas, negándoles su identidad como sujeto politico. Pues bien, este pacto sexual ha estado implícito en la ideología dominante y ha ido construyendo un imaginario simbólico impregnado por una parte, de la percepción de que la ‘cultura y deseos masculinos’ actúan como ‘norma social’ para la humanidad; y por otra parte, de la consideración de las mujeres como ‘objetos’ o ‘instrumentos’ para la obtención de un fin, ya sea éste la obtención del placer masculino, la recuperación demográfica o el abastecimiento de mano de obra barata.
Lo que acaba de ocurrir en Ecuador es un ejemplo más de lo mismo y deja un poso amargo al evidenciar cómo de arraigado está este mecanismo de control de género, incluso en las nuevas realidades sociopolíticas que han emergido de procesos constituyentes utilizadas como referentes de la transformación social. El presidente Correa alegó que la ‘constitución ecuatoriana defiende la vida desde la concepción’ y chantajeó a la cámara legislativa para que retirasen la propuesta de despenalización del aborto -en caso de violación-. A Correa le pudo ‘lo macho’ y se olvidó de que su Constitución incorpora dos principios estratégicos claves para el cambio social: la descolonización y la despatriarcalización de la sociedad ecuatoriana. Lamentablemente, al asumir esa posición, el presidente ecuatoriano trasladó un mensaje al mundo entero: la preevalencia del orden de género patriarcal impregna también la ‘democracia revolucionara’.
En segundo lugar, significa comprometerse de manera explícita con la ruptura de ese pacto de opresión de género, sin excusas y sin postergar más el momento a la espera de algún otro más ‘conveniente’ para hacerlo. El momento es ahora; y ya llevamos un retraso considerable, así que, ¡ya estamos tardando! Para ello tendremos que desmontar algunas triquiñuelas y ‘falsas amistades’ en el proceso de transformación social.
Una de ellas es el supuesto conflicto ‘clase y género’ construido desde un esquema puramente patriarcal; al hacer que que rivalicen entre sí los sistemas de opresión, establece una jerarquía entre las dimensiones de las dominaciones (clase, origen territorial o étnico, diversidad sexual, etc.) como si cada una pudiera ser aislada en sí misma y no tuviera interrelación con las demás. En este conflicto la opresión de género es considerada como una más entre todas y es relegada a la resolución previa del conflicto de clase y el resultado favorable de la redistribución entre rentas del trabajo y rentas del capital. Se trata de una ceguera mayúscula muy característica del sistema actual que no ve más allá de lo que considera como ‘norma social’ o estándar: los intereses del hombre, blanco, heterosexual, trabajador industrial, urbano y occidental.
Despatriarcalizar significa también contribuir de manera activa -en lo personal y en lo político- con la transformación social hacia una democracia real o, como diría María Zambrano, a una sociedad de las personas. Esto se dice pronto pero requiere, en primer lugar, de una predisposición activa para facilitar que las personas tengamos vidas plenas libres de violencia (económica, sexual, psicológica, etc.) sin que minen nuestra dignidad humana. ¿Quién no estaría de acuerdo? Pues esto quiere decir, entre otras cosas, estar dispuestx a combatir y desmontar la falsa creencia en la inferioridad de las mujeres. También requiere una actitud proactiva para denunciar las teorías, métodos, instituciones, actitudes, lenguajes, costumbres y representaciones que reproducen el sexismo, el machismo y la misoginia en cualquiera de nuestras prácticas, experiencias y discursos cotidianos. Se trata de desnaturalizar el androcentrismo en la educación, en el sistema político, jurídico, económico, en la ciencia y en la generación de conocimiento, en las religiones, en los medios de comunicación, en los movimientos sociales, etc.
Despatriarcalizar la sociedad significa, en definitiva, luchar por la dignidad de las mujeres y por su consideración plena como humanas ¿quién podría imaginar que esto es posible sin erradicar la violencia machista de la sociedad? Si como activistas sociales denunciamos el genocidio y el ecocidio de este sistema, ¿qué catadura moral tendríamos si no denunciamos con el mismo empeño el feminicidio, los asesinatos machistas de mujeres a manos de sus compañeros o ex compañeros íntimos, o los asesinatos homófobos? ¿O es que alguien va a plantear que hay unos asesinatos que son más tolerables que otros? ¿Es que la vida de algunas personas vale menos que la de otras?
La tarea es ingente y desborda solo pensar la dimensión y alcance de los cambios necesarios. Y ahí precisamente está el reto; se trata de construir, de manera colectiva, otro modelo de sociedad. ¿Cómo no vamos a cuidar los valores sociales que fundamenten nuestro nuevo entorno de convivencia? Necesitaremos repensarlo todo, cuestionar lo que hasta ahora se haya considerado como ‘normal’, desaprender dinámicas y procesos desempoderantes, redefinir los principios, prácticas y comportamientos deseables, consensuar lo que vamos a entender por el bien-estar de los seres humanos y descartar todo aquello que lo dificulte.
En este ‘repensarlo todo’, creo que sería importante prestar atención al menos a estas dimensiones:
La mercantilización -el qué, cómo, en qué condiciones-, el significado y lugar que vaya a tener en nuestras vidas. ¿Habrá algo que quede al margen del mero intercambio y mercadeo económico? ¿Qué vamos a hacer para evitar prácticas de consumo basadas en la explotación humana, como el tráfico sexual o la trata de personas? ¿Qué valores, qué bienes, qué recursos, qué servicios queremos considerar como derechos básicos y fundamentales para una vida plena? ¿Cómo protegeremos y garantizaremos su ejercicio?
La emancipación y empoderamiento -qué expectativas, sobre quién, cómo se van a facilitar las condiciones propicias para ambos procesos y en particular para el empoderamiento de las mujeres-; cómo se van a relacionar ambos procesos con el estatus político y económico de la nueva ciudadanía. ¿Será otra vez el ‘salario familiar’ la vía de la independencia económica? ¿Cómo garantizaremos el derecho de empoderamiento colectivo incluso cuando sea crítico con el supuesto consenso democrático?
El reparto de tiempo y trabajo -qué se va a considerar como trabajo, qué valor se le asigna a cada uno, cómo se repartirá y cuál será la carga de importancia asociada al factor tiempo que conlleve su realización- debería responder a otra reorganización de tiempos de vida que nos permita, por una parte, salir de la dinámica vivir para trabajar/trabajar para ganar/y/ganar para consumir; y por otra parte plantearnos de qué manera vamos a subvertir que el uso del tiempo sea un factor de desigualdad de género. En este sentido ¿se va a promover el uso diferenciado entre mujeres y hombres?¿Cuál es la expectativa con respecto a la tradicional división sexual del trabajo, se le dará continuidad o se abogará por su eliminación completa? ¿Cuál es la expectativa para mujeres y hombres respecto al tiempo dedicado al mercado de trabajo: dedicación plena para ambos, dedicación parcial para ambos, o el mecanismo dual de dedicación plena como criterio general pero también tiempo parcial como gueto feminizado? ¿Cuál es la expectativa respecto a la maternidad y la paternidad? ¿Cuál es la expectativa respecto a la diversidad de familias y sus derechos al cuidado? ¿Cuál es la expectativa sobre el tiempo que van a dedicar los hombres al cuidado familiar?
La protección social -qué derechos, para quién y en qué condiciones- ha sido una característica del modelo social europeo de la segunda mitad del siglo XX; en base a las experiencias y a la retrospectiva crítica sobre sus aciertos, sesgos y necesidades de mejora, habría que definir cómo se va a preveer la provisión de riesgos ante un nacimiento, una enfermedad o ante la vejez. ¿Dónde se ubicará la responsabilidad de satisfacer las necesidades en dichas situaciones: en el Estado, en las familias, en las redes de apoyo ciudadano o en el mercado? ¿En base a qué tipo de derechos se ofrecerán medidas de protección social: derechos de ciudadanía, derechos de residencia, derechos laborales, derechos sociales, derechos por relación de parentesco, derecho de beneficiencia? ¿Qué consideración tendrán los derechos de las mujeres?
Las políticas públicas pueden ser un instrumento potenciador de la transformación necesaria de la realidad y de la superación de las desigualdades estructurales; ¿vamos a asumir de una vez que cuando las politicas públicas no están orientadas a la justicia de género lo que provocan es el sostenimiento del mismo status quo patriarcal, aunque sea con otro collar?
Estamos ante un reto muy ambicioso: superar el horizonte (neo) liberal y patriarcal actual requiere de un amplio movimiento de confluencia y articulación política contando con grupos feministas, ecologistas, y altermundistas.
¿Y si vamos organizando el proceso? … Continuará … 😉