El número de mayo de la revista Alternativas Económicas, ya disponible en quioscos y la web, incluye este artículo mío con el que colaboro en esta edición Sostener la vida en condiciones dignas, y una maravillosa ilustración de Elisa Biete Josa.
Encrucijada: El mundo no puede recuperar sin más un modelo que ya estaba roto. Urge una transformación ecosocial con perspectiva feminista.
Descubrimos la vulnerabilidad. Las estadísticas mostraban bolsas de pobreza, situaciones de marginalidad, hiperprecariedad, desamparo social, económico y violencia de género. A partir de esta pandemia, todas las alertas se han disparado, para quienes aún se resistían a reconocer la crisis civilizatoria, y se amplifican las desigualdades estructurales existentes, ya racializadas, marcadas por la clase y el género.
Una de cada cuatro personas estaba ya en situación de riesgo de pobreza o exclusión social, y eran los hogares monom(p)arentales (una madre al frente del 80%) y las mujeres quienes tenían mayor riesgo, según el último informe de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN). La brecha de género mostraba que algo no acababa de fluir para las mujeres: los indicadores de pobreza descendían más
fácilmente entre los hombres.
Instituciones como la OMS insisten en que “los países necesitan datos segregados para comprender quién se queda atrás y por qué”; tanto ONU Mujeres como la OIT alertan de la necesidad de interpretar los datos aplicando análisis de género. El diagnóstico de los informes sobre impacto de género de la covid-19 coincide: el coronavirus tiene un coste más alto para las mujeres; están en primera línea, en el trabajo no remunerado de los hogares y en ocupaciones hiper-precarizadas claves para la supervivencia durante la pandemia; son mayoría entre el personal sociosani-tario, de limpieza, empleo del hogar, ayuda y cuidados a domicilio, alimentación y supermercados. Las medidas de confinamiento y la parada económica ha aumentado el trabajo de cuidados en los hogares, asumido por las mujeres, acrecentando el riesgo que implica para muchas vivir el aislamiento con su maltratador.
La pandemia revela que el modelo de negocio de la economía ortodoxa engorda con el desprecio por la vida, cuando esta no se refiere a la de las élites económicas y sociales; cuerpos, relaciones y procesos biológicos convertidos en mercancía sobre la que extraer plusvalía.
La frustración ante la fragilidad e incertidumbre se amplifica al descubrir las fisuras de nuestro sistema público de cuidados, tras los recortes sanitarios, y la deshumanización de los centros de tercera edad y residencias gestionadas, en su mayoría, por multinacionales y fondos buitre pendientes de los beneficios. Difícilmente digerimos la información de las condiciones en algunos centros, y aún más en los casos en que las muertes se podrían haber evitado de haber existido interés desde las instituciones por la calidad de los servicios privatizados. El revulsivo alimenta la indignación, como sentimiento colectivo y exige una ética aplicada a la economía, algo imbricado en el ADN de los movimientos altermundistas, feministas y ecologistas: la vida de las personas y seres vivos primero, antes que las ganancias de los mercados.
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